Las Esquinas de Mérida. Las 15 Letras. Historia de la esquina las 15 letras de Mérida Yucatán

Por: Jorge H. Álvarez Rendón

No recuerdo por cual razón visité las playas de San Crisanto en mayo de 1961, pero tengo muy presente aquel anciano de porte señorial, aunque descuidado en atuendos, a quien conocí en el único mesón de ese – para entonces – lejano puerto.

En pausas vespertinas y desde un sillón de pórtico, aquel pelicano de siete mares fue quien me relató la historia de su sobrino Martín Peraza, guapo y elegante joven que dilapidó en Europa parte de una de las más sólidas fortunas de Yucatán en fiestas interminables y galanteos sin fin. (Años después, la novelita llamada “Una noche en el Liceo de Mérida” me informó más sobre ese infortunado petimetre).

Vivió Martín hasta que fue mozo en la señorial casa de sus ancestros, cruzamiento de las calles 63 y 66, y su adinerado padre, para darle mundo y clase, lo envió a estudiar al bullente París en aquel año de 1897, epicentro de la llamada “época dorada” del henequén. No se escatimo gastos ni en vestuario ni en el hospedaje europeo.

Sólo como una brisa pasó Martín por las aulas de la Sorbona. Durante años, la generosa mensualidad que le llegaba a Europa no la invertía en libros o viajes de investigación a Egipto (como escribía a su casa) sino en organizar saraos con sus amigos y adquirir costosos regalos con los cuales premiaba la familiaridad de hermosas cortesanas. Fue una de ellas – Amanda Brunet – quien llevó la desdicha a este sensual, pero ingenuo heredero.

Una mañana de abril de 1904, ante la general sorpresa, se presentó Martín en la casa familiar aún polvoso por el viaje desde Sisal y con el anuncio de que una carreta- alarmante noticia- traía más de doce maletas con todas sus pertenencias de adinerado estudiante. ¿Ya no regresaría este joven a la capital francesa? ¿Acaso truncaría estudios y vida de relación?

En la más total reserva informó Martín a su padre la tristísima razón de su prematuro regreso. Una antigua, bíblica enfermedad corrosiva ya moraba en su organismo. La medicina, le habían asegurado en la dulce Francia, sólo podría retardar el derrumbe de los tejidos. Mientras tanto, por las encías y el sudor emitiría olores cada vez más intensos y desagradables. No había querido que sus compañeros de parranda y aventuras lo vieran deshacerse en pedazos.

La noticia del retorno de Martín animó en un principio a Carmencita Traconis, antigua novia del joven, aunque después le pareció extraño que aquel ni siquiera hiciera el intento de comunicarse con ella. ¿Qué le ocurriría? La muchacha no podía saber que el gran amor de Martín, la sensual Brunet, había sido el vínculo del contagio.

Finalmente, Carmencita lo encontró en uno de los bailes de la familia Azarcoya. Martín fue amable, pero algo distante. Declinó cualquier compromiso para fechas próximas y sólo aceptó bailar una polka. Fue entonces que la muchacha advirtió la extraña y abundante sudoración del adinerado galán, así como la discreta presencia de uno de sus criados, listo con varias mudas de camisa y trajes de repuesto.

Lentamente, la ciudad se fue enterando de la grave condición de Martín. Ausencia del joven en los bailes del Liceo, escasez de visitas, frecuencia de médicos, trasiego de muebles, presencia cada vez más escasa de la familia en cónclaves sociales, deslucida fiesta de matrimonio de una de las hijas…

La noche que el Dr. Hijuelos debió cortar la oreja derecha y suturar fragmentos de la nariz tomó Martín una dolorosa decisión para sus padres. Dejaría la casa para ir a vivir con un ayudante – Fabián Ojeda – en cualquier casilla que se alquilara por algún remoto suburbio. Aquel lugar sería su tumba. No quería mancillar el solar paterno.

Con gran sigilo paseo Ojeda por todo Mérida y finalmente encontró una casa en la calle 76 casi al llagar a la 47. Tres cuartos amplios, patio con alto muro, baño de buen tamaño. Antes de llevar – una medianoche – al pobre leproso, Fabián instaló en el cuarto de adelante una tienda de abarrotes y se hizo conocido en todo el vecindario.

-Es largo y muy raro – enfatizó Fabián al cadavérico Martín – A nadie le va a gustar este nombre. Quizá hasta dejen de comprar.

-Está bien, ponle entonces como quieras. Este es su lema, el de ella, la frase heráldica que usa su familia en la provincia de Chalons.

Si de manejar ocultos símbolos se trataba – pensó Fabián -, bien se podían hacer combinaciones. Tomó el lema, lo escrito en tinta china sobre un arrugado papel – “De mar nace la rosa” – y contó las letras.

A los dos días, un letrero recién pintado daba razón del establecimiento. Era el 9 de junio de 1912. En la trastienda, acurrucado en hamaca de seda, el infeliz Martín aún viviría doce años más. Algunas noches, antes de entregarse al fatigoso sueño, con voz muy baja, leía espigados versos de Musset y unos verdes, invencibles ojos reaparecían sin piedad en su memoria.