Apenas tenia cuarenta y dos años de fundado el convento franciscano de la Mejorada (1682) cuando vino a morar en una de sus celdas el anciano Fray Jerónimo de Salcedo, natural de la hermosa Sevilla y en labor evangélica por el Nuevo Mundo desde el año de 1628.

Experto en lenguas indígenas, había recorrido extensas planicies y trepado muchos montes en su afán de conquista espiritual. Despues de evangelizar en tierras de Guatemala, radicó un tiempo en el convento de Huejotzingo, en Puebla, de donde había arribado a Yucatán en 1665 como parte del proceso de reforzamiento aconsejado por el visitador Fray Alonso Ponce.

A duras penas llegó a la Mejorada desde el convento de Valladolid abatido por dolencias del reuma y pensaba retornar en breve a continuar la siembra de la Palabra por caseríos del Oriente, pero los médicos de la seráfica orden recomendaron que ya no se moviese más, de forma que el padre provincial determinó retenerlo en el monasterio meridano como confesor de novicios.

Tenía el padre Jerónimo harta fama de hombre prudente y santo. Mucha gente buscaba su dirección espiritual y quedaba reconfortada con sus advertencias sobre los numerosos peligros del alma. Algunos hasta decían —sin que se hubiese podido comprobar— que hacía un milagrito de vez en cuando, con la naturalidad de esas mariposas blancas que se asoman a revolar sobre los charcos de las lluvias recientes.

A cincuenta metros de los límites del convento había un pequeño descampado en el que sobresalía una roca cubierta de musgo que fray Jerónimo descubrió en uno de sus cortos paseos vespertinos. Auxiliado por dos legos, se acomodó ahí a repasar su antiguo libro de horas y lo rodeó tanta paz que decidió regresar diariamente para sostener ahí ese instante de reflexión sobre las grandezas del Altísimo que tanto recomendara San Antonio de Padua.

No podía evitar que, algunas veces, su espíritu rondase por entornos mas mundanos y así recordaba su natal Sevilla, en donde, siendo niño, vio llegar las galeras de Indias y jugueteaba por los mercados al aire libre con otros diez o quince picarillos a quienes acompañaba – y ahora se arrepentía – a robar fruta en las casas de labranza cercanas al Guadalquivir. No olvidaba que en una de esas deshonestas excursiones había encontrado la reconvención y el consejo de un fraile de la orden de san Francisco, quien lo persuadió de ingresar como ayudante de cocina en el gran convento de La Misericordia.

Fue en aquel paraje cercano al convento de la Mejorada que, una tarde de abril, otro hermano franciscano lo descubrió rodeado de pajarillos de la tierra, pardos y traviesos, que se posaban en sus hombros, revolaban por su espalda y hasta se acercaban a sus labios para recibir siquiera un cálido beso del venerable anciano. La escena era digna de un pintor florentino.

El rumor de aquel portento corrió por Mérida y el padre Jerónimo, aunque se excusó por el reuma, fue llevado en andas hasta el convento mayor de San Francisco para que lo conocieran los notables, encabezados por don Juan Bruno Téllez de Guzmán, gobernador y capitán general de la Provincia. Cualquier novedad era bienvenida en una sociedad tan limitada y aburrida como la de entonces. Por pequeño que fuese, un suceso alimentaba el ansia expansiva de una urbe pequeña, polvosa y atenaceada por el calor mas riguroso.

Cuenta la tradición que el santo franciscano pidió hablar a solas con el gobernador. Nadie supo qué se dijo en aquella plática, pero el ilustre caballero salió de ella triste y cabizbajo. Cuatro meses después recibió notificación real para que abandonase el cargo, se embarcó para la Habana y en ese puerto caribeño falleció de calenturas recurrentes y tos empecinada. Tiempo tuvo de sobra para hacer penitencia, si es que la necesitaba.

Dicen que el padre Jerónimo era tan caritativo que regalaba cuanto le daban las buenas gentes de la ciudad: ropa, alpargatas, hamacas de buen hilo, libros de santa devoción, dulces de caldo. Llegó al grado que el santo varón no contaba con nada que pudiese llamar suyo. ¿No era ese el espíritu original de San Francisco? Una tarde de junio, ya con la injuria del calor, una o dos horas antes de que entrase la brisa, llegó hasta el escampado un hombre lloroso y desesperado.

-Me llamó Luis de Dorantes Cepeda – le dijo al fraile mientras se hincaba para besarle una mano- Por culpa de mis pecados, del maldecido juego de azar, me encuentro al borde de la ruina para deshonra de mi familia.

-¿En qué puedo ayudarte, hijo mío?

-Suplico a vuestra paternidad me facilite mil reales para solventar mi deuda inmediata. No pasará un mes sin que se los restituya. Se lo pido por la misericordia de Dios Nuestro Señor que impera en el cielo, la tierra y todo lugar.

Fray Jerónimo era incapaz de negar un favor que se pidiese por la misericordia de Dios Nuestro Señor, así que extendió una mano, atrapó a uno de aquellos pajarillos que solían volar en su cercanía y se lo entregó, envuelto en un pañuelo, al sorprendido solicitante.

—Llévalo con el judío para que te de en empeño la cantidad que necesitas. No olvides devolverlo tal como te lo doy.

Pensó Luis de Dorantes que el anciano había enloquecido, así que le besó nuevamente una mano y se alejó del sitio. A poco de caminar, abrió el pañuelo para devolverle al ave su libertad, pero en lugar de carne frágil y plumas asustadas encontró un ave de oro macizo con ojillos de rubí, prenda de finísima orfebrería, como obra maestra de angélicas manos.

El judío Isaac Pinkus tasó la prenda en mil reales y se los entregó al aún sorprendido Luis de Dorantes, quien a nadie le reveló esta maravilla hasta pasados cincuenta años, cuando se inició el proceso formal para canonizar a fray Jerónimo.

La leyenda dice también que, transcurrido el mes, tras rescatar el ave de oro, Luis de Dorantes la llevó al escampado para colocarla en las manos del santo fraile. Atónito y agradecido, Dorantes vio cómo el padre Jerónimo, con inmensa delicadeza, puso la joya sobre un árbol e inmediatamente aquella, hecha carne, alzó el vuelo con bellísimo trinar de despedida.

En aquel escampado en el que surgió el rumor del portento se levantaron casas desde finales del siglo XVIII, y mediaba el siguiente cuando un español puso ahí tienda de abarrotes a la que nombró- por respeto a la tradición- “El ave de oro”, y es así como se designa hasta hoy la esquina donde se encuentran las calles 50 y 57.

Esquinas de Mérida por: Jorge H. Álvarez Rendón